Confrontación cultural y caminos iniciáticos en Peter Weir. (Cine/Karina Malizzia).


En 1985, y basada en un guion de Earl W. Wallace y William Kelley, Peter Weir estrena Witness, primera película del director australiano en los Estados Unidos.

Tras ser testigo de un asesinato que destapa una red de corrupción en el departamento de policía, un niño Amish se ve obligado junto a su madre a huir de regreso a su comunidad. Los escolta el detective encargado del caso, John Book, que por estar herido debe permanecer por un tiempo en la comunidad. Esta situación posibilita el planteo de un choque cultural que será la base del argumento y un tema recurrente a lo largo de toda la filmografía del director.

Ya desde la composición de los primeros planos Weir establece procedimientos de distinción entre la paz rural y la brutalidad de la ciudad. Pinta con su cámara así una comunidad en el trance de un velatorio que parece salida de un cuadro del siglo XVII de los Países Bajos. La música, a cargo de Maurice Jarre, contribuye a la creación de un clima de tranquila y armónica espiritualidad. Los personajes aparecen repetidamente enmarcados, y los marcos de puertas y ventanas que los flanquean refuerzan la idea de la sólida estructura y firmes reglas morales que los rigen como grupo. La paleta de colores es sobria y limitada, con predominio de blancos, negros y ocres. Los planos de los exteriores son abiertos y luminosos. La cámara está ubicada a la altura de los cuerpos.

Luego de una escena de transición, donde una carreta Amish es apurada en la ruta por los impacientes autos citadinos, nos encontramos en la estación de trenes. Los planos se cierran, el enfoque se acerca a los cuerpos creando climas opresivos. Gente, tumulto, miradas impertinentes y una cámara que acompaña el punto de vista del niño con picados y contra picados. Pocas situaciones definen tanto un punto de vista como la de ser testigos. Y son los ojos del niño Samuel los que llevan adelante el relato de este primer acto de los tres que componen la estructura de la película. Este es el viaje iniciático de Samuel, en el que verá cosas que le harán perder la inocencia y del que regresará cambiado, su recorte del mundo será otro.

El segundo acto comienza con la huida a la comunidad Amish, y el punto de vista va a ser trasladado a Book, quien será "resucitado" de sus heridas físicas pero también simbólicas. Surgirán a raíz de la obligada convivencia, al igual que en The plumber (1979) y en Green card (1990), las dos idiosincrasias que se enfrentan y dan a Weir el marco necesario para su tema fundante: lo arcaico, ancestral, espiritual, místico versus lo moderno, secular, muchas veces violento y mezquino propio del supuesto mundo "civilizado".

Book también realiza un camino de iniciación dentro de esa inversión del mundo moderno. En ese retorno a lo ancestral se enamorará, retomará su oficio de carpintero y considerará la posibilidad de fundar una familia. Claro que esa fantasía terminará en el tercer acto con su decisión de marcharse a la vez que son hallados por los asesinos y se da la confrontación final.

En el momento de la despedida, con planos enfrentados, ella enmarcada por la oscuridad de la casa y él por el paisaje cruzado por el camino, Weir formula visualmente la separación como único destino. La distancia cultural es infranqueable y Book emprenderá el regreso, aunque cambiado para siempre, a su contexto brutal.

Estos mecanismos de puesta en escena y otros se repiten a lo largo de toda su filmografía para plasmar la diferencia entre culturas y los tránsitos iniciáticos. También recurre reiteradamente al uso de la música clásica. Mozart, Beethoven, Bach, Albinoni aportan a la creación de una atmósfera de trascendencia acorde a las instancias de descorrimientos de velos de conciencia o tránsitos hacia otro orden.

En Picnic en las Rocas Colgantes (1975) Weir también plantea el choque entre las férreas reglas del puritano internado victoriano y la atracción que sienten las alumnas por lo atávico y salvaje. Una vez más lo antagónico enfrentado; libertad y represión se tensan y Weir crea para las chicas, vestidas siempre de blanco inmaculado, una atmósfera envolvente, onírica, a través de ralenties, música de flauta, siempre calma y etérea, la belleza del paisaje  en planos abiertos y luminosos, y las Rocas del título que les recuerdan todo su salvajismo dionisíaco. Finalmente un grupo de ellas va a alejarse de los ojos que continuamente las vigilan y misteriosamente desaparecerán más allá de la frontera de lo visible. Solo una de ellas volverá, pero cambiada para siempre, y su cambio inexorable se refleja en su elegante vestido rojo.

En La ultima ola ( 1977) Weir vuelve sobre la fábula iniciática  y la confrontación entre el mundo arcaico y el impuesto.  El abogado Burton, encargado de defender a un aborigen acusado de asesinato, funcionará como gozne entre las dos culturas. Esta vez el mundo ancestral encuentra su música en tambores, sonidos guturales y cantos de pájaros, y sus escenarios en cavernas y túneles subterráneos. Oscuridad y sombras son la situación de la cultura nativa australiana que ha sido acallada y combatida por los colonizadores ingleses. A través de un aborigen que lo inicia en el misterio, el abogado podrá de a poco reconocer que sus pesadillas infantiles premonitorias pertenecen a una instancia superior, y que es depositario de un saber original que resquebraja todas sus creencias y su mundo. Descubrirá así que bajo la Australia iluminista, y genialmente ubicado por Weir bajo una usina eléctrica, hay un templo iniciático. Allí entiende que el poder de las fuerzas arcaicas sigue inexorablemente su curso del que es instrumento y parte por ser agente espiritual. Sus ojos cerrados en el plano final no son negación ni escapismo, sino aceptación de su destino y reencuentro con lo sagrado.

Hay también iniciación y confrontación en Gallipoli (1981). Dos jóvenes hacen su camino de iniciación y arribo al mundo adulto a través de dos pruebas; la primera es atravesar un desierto, la segunda es el ingreso al ejército. En esta oportunidad el viaje de los protagonistas será de la adolescencia a la expiación. Así es que Archy (Mel Gibson), ante la inexorabilidad de los acontecimientos, asume el cambio trascendente que constituye su muerte desde la conciencia y la lucidez.

En El año que vivimos en peligro (1982) las leyendas arcaicas de Indonesia son objeto de burla y desdén por la mayor parte de la gente blanca "civilizada". Guy Hamilton será esta vez el iniciado que retornará cambiado y Billy será su iniciador a la vez que figura sacrificial que asume su destino.

En La sociedad de los poetas muertos (1989), que es una reinterpretación de Picnic en las Rocas Colgantes, Weir presenta otra vez el estricto mundo académico de férreos códigos morales, graficado nuevamenteen planos con muchos marcos, líneas verticales  y una limitada paleta cromática.

A través de la intervención de la figura paterna del profesor Keating, otra vez un personaje que opera como puente entre ambos mundos, los alumnos se verán habilitados a cuestionar y a introducir la idea de autonomía personal. Los métodos poco ortodoxos del profesor, como arrancar la página de un libro que reduce una emoción estética a un mero formulismo matemático, subirlos a un banco para cambiarles el punto de vista, o instarlos a formar una sociedad secreta para leer poesía con sus correspondientes rituales captura a los estudiantes, en especial a un grupo de ellos. En ese espacio de encuentro secreto, una primitiva caverna donde se reflejan como sombras, los alumnos gozarán de una libertad dionisíaca por fuera de la opresión reaccionaria y apolínea de la institución. Pero no será sin costo; como todo camino iniciático a la adultez se deberán pasar pruebas y sacrificios. Y así Todd declama su destruida y olvidada poesía bajo el encantamiento de Keating. Y Neil se suicida, aunque dotado de un carácter místico y ritual. No hay aflicción alguna en el joven, sino una consciente preparación para un nuevo estado de trascendencia. Y para entregarse se desnuda, así como el aborigen de La ultima ola que se quita el sombrero antes de revelarle el misterio al abogado, o la mujer Amish que se saca la cofia antes de besar a Book en Witness, o las chicas que se descalzan antes de perderse en Picnic, o el personaje de Hollom (Capitán de mar y guerra, 2003), que para conjurar su cobardía y la calma chicha que hubiera condenado a toda la tripulación del barco a una muerte segura decide suicidarse, pero antes deja su sombrero en el piso de la cubierta: la entrega requiere de un despojarse. Y muchas de estas determinaciones son acompañadas desde la banda sonora por una música en sordina, sostenida, que genera una atmósfera de fatalismo.

En The Truman show (1998) tenemos a alguien que ha sido objeto de millones de miradas desde su nacimiento y cuyo recorte de la realidad es producto de una absoluta manipulación. Encarna uno de nuestros miedos más atávicos: el de descubrir que todo lo que creemos conocer como real no existe. Ciudad perfecta, vecinos y peinados perfectos, un sol y una luna imposibles y muchos colores pastel. Mujeres con atuendos remisibles a la década del 50 en poses publicitarias del momento. Otra vez encontramos lo sagrado, la vida de un hombre, banalizado como un entretenimiento más. Esta es la cultura oligopólica con la que tendrá que confrontar Truman cuando se decida a transitar su camino iniciático hacia la adultez, a salir de la caverna y encontrar su propia identidad. Una vez más evolución anímica desde el surgimiento de un estado de latencia hacia un nuevo modo de conciencia más lúcido. Aquí el suicidio no será físico sino simbólico; desaparecer para una vida de ficción para renacer a una vida auténtica.
En una entrevista del año 2017 Weir relata "Cuando era joven solía hacer storyboards en los que colocaba objetos extraños que encontraba; un guante viejo, el zapato de un niño o alguna fotografía extraña del periódico. Los confrontaba para ver si podían comunicarse entre sí, y de esa manera formar una historia a partir del collage." Todo su sistema de relaciones está condensado en esa pequeña anécdota.


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